En la cultura popular, durante el cierre del año se acostumbra, tanto para las personas como para los colectivos, hacer un poco de introspección y comprometerse con cambios significativos en el plano personal y social.
Algunos de los más usuales, a nivel personal, son: bajar de peso, comer sanamente, hacer ejercicio, dedicar más tiempo a la familia, ser más disciplinado, entre otros.
Eso explica porque enero y febrero son los mejores meses del año, para los gimnasios y los nutriólogos.
Desafortunadamente, la mayoría de los “propósitos” del 31 de diciembre, fracasan por ese abismo que hay entre la voluntad de cambiar y la realidad. Y es que los problemas que enfrentamos ya sean individual o socialmente, son tan complejos que no basta “querer” para “poder”, y menos ahora tras el paso de la pandemia.
Ahora bien, desde una perspectiva política, parece ser que los propósitos de Año Nuevo –esos que tienen que ver con transformar las conductas sociales, para hacerlos más constructivos y responsables con el bienestar colectivo–, son realmente una pérdida de tiempo.
Mejor dicho, no basta con la buena voluntad y los buenos propósitos ni del “pueblo bueno” ni de los partidos ni de los actores políticos, porque las estructuras sociales son mucho más sólidas y resistentes de lo que creemos, y no se van a transformar la realidad sólo porque alguien “sugiere” que ayudemos al prójimo o respetamos la ley.
Mucho ayudará que en vez de buenos deseos de nuestra clase política, se acompañen de un compromiso cierto de acercarse a la ciudadanía para solucionar los problemas que día tras día enfrentamos. Es allí donde el sistema hace crisis y se ahonda la indiferencia, la desesperanza y la desconfianza.
Lo mismo aplica en el plano personal: dejar de construir castillos de arena y comprometernos con objetivos que sean coherentes con la realidad que nos toca enfrentar y hacer un esfuerzo por restaurar la fe y el optimismo. Eso basta, feliz 2022

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