Llevamos el equivalente a dos años de haber incrustado en nuestro lenguaje cotidiano, palabras relacionadas con la pandemia del covid-19. Primero con asombro y terror, luego como parte de una complicada realidad y ahora como parte de nuestro día a día.

Bajo diversos enfoques, cada uno de nosotros tuvimos algo que decir al respecto. Quizá en su primera etapa el miedo nos tomó de rehenes y al cabo de unos meses, nuestra patria se vio en medio de un escenario aterrador.

Contagios, hospitalizados, fallecidos, personas sin atención médica, entre otros; fueron las imágenes que privaron a lo largo de varios meses. La desolación se hizo norma y la carencia de un verdadero sistema de salud se puso de manifiesto.

No obstante, el tiempo disipa la incertidumbre y ahora (con sus bemoles) las cosas parecen tomar otros matices. Ya no nos invade la desesperanza. Más bien, podría decirse que nos acostumbramos a vivir con aquel huésped incómodo del covid.

Ya no es raro ver a personas desafiantes de las medidas harto sabidas. Tampoco es raro conocer testimonios de personas que sufrieron la pérdida de varios seres queridos. Por tanto, la mezcolanza entre unos y otros deja una masa de vivencias que puede moldearse al gusto de las personas.

Quedaron algunas reminiscencias. Niños que ahora dicen estar más cómodos en la guarida de su habitación. No quieren más que estar frente al ordenador, donde pueden “aprender y convivir” a distancia.

Otros añoran los viejos tiempos donde la imprudencia daba pase de lujo para compartir espacios cerrados con una multitud. Ahí se desbordaban todos los sentidos sin la necesidad de ser precavido. Pura buena vida.

Sin embargo, cual sea el traje que se quiera moldear hay cuestiones que no dejan terreno a la improvisación. Miles de fuentes de empleo perdidas, costos todavía irreconocibles en temas de salud mental y emocional, conductas que llevan al aislamiento social, educación básica reducida a un entretenimiento con ciertas actividades frías, individuales, sin retroalimentación colectiva.

Estamos a punto de terminar el 2021 y vale la pena hacer el recuento necesario. El saldo social no puede ser positivo. Hay huecos enormes. Aunque en el fondo se mantiene la esperanza (esa nunca muere).

Hay una variante que nos dice que la pandemia tiene ganas de estacionarse más tiempo. Quizá logre su cometido, aunque ahora se asegura que la letalidad es menor y que las vacunas ya están en fase tres en México. Esto significa que nosotros mismos seremos autónomos creando inoculaciones hechas en casa.

Más vale tarde que nunca. Y así libramos un día más de coronavirus. Con datos que ya no dicen nada aunque su extensión sea de seis dígitos y nos recuerde que muchos perdieron la batalla. Una cosa que vale la pena recordar es que en su primer momento lo catastrófico de la situación cobrara un efecto dantesco por la falta de vacunas. Ahora, sin embargo, parece que la situación es distinta.

Persiste la consideración de vacunar al 80% de la población y los números indican que será posible dentro de muy poco tiempo. Ese no es mérito de nadie en particular. Es esfuerzo colectivo bien conducido dos frentes: gobierno, sociedad.

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