Se dice que contando historias podemos entrelazar corazones, así que convencida de eso y justo aprovechando ese mismo sentimiento que vibra dentro de mí en este momento, en esta ocasión les contaré una historia que estoy segura, les llenará el corazón de regocijo tanto como a mí me lo ha llenado.
Posiblemente, no lo había mencionado antes, pero desde hace algunos días, me encuentro nuevamente fuera de México y aunque eso no es lo relevante para esta historia, sí lo es para el contexto de esta.
Todo inició hace unos días, justo antes de partir de viaje, cuando por parte de la Dirección de Turismo de Acaxochitlán, encabezada por el Arq. Arturo Castelán Zacatenco, se nos brindó la oportunidad de ponernos en contacto con una artesana muy importante de la región de Santa Ana Tzacuala, para aprender de sus bordados y sobre eso, trata esta historia.
El viernes 8 de septiembre, desde muy temprano, mi compañera y yo llegamos a Santa Ana Tzacuala, para encontrarnos con la artesana, la señora Lucrecia. Eran alrededor de las 9 de la mañana y el sol ya calentaba el ambiente. Al llegar, hablamos por teléfono con ella, que recién salía de misa y estaba en convivencia con los feligreses del pueblo, compartiendo un par de alimentos, una costumbre del lugar; y al terminar se encontraría con nosotras.
Mientras esperábamos, mi compañera y yo aprovechamos el tiempo para disfrutar del maravilloso paisaje que nos arrojaba el estar a la orilla de la carretera, y aproximadamente veinte minutos después, la señora Lucrecia llegó.
Primero la saludamos, después nos presentamos y enseguida las tres subimos al vehículo para llegar juntas a su hogar. En el camino, se encontraba una amiga de ella, por lo que nos orillamos para que se subiera con nosotras.
Avanzamos y al llegar exclamé en voz alta: ¡Su casa es hermosa! Después, bajamos todas del vehículo y su amiga se despidió.
En la entrada, está un árbol de aguacate y una montaña de madera cortada, seguida de una vista panorámica de toda la fachada de la casa. Junto a la puerta principal, se encontraba una banca larga de madera y en ella una mujer sentada que cepillaba y peinaba sus blancos cabellos en dos trenzas; era la hermana de la señora Lucrecia.
Al entrar, nos ofreció sentarnos para descansar unos minutos. Lo hicimos e inmediatamente después, nos dirigimos hacia un costado de la casa donde nos indicó que ella acostumbraba el bordar.
Entonces, tomamos la silla con las manos y cruzamos el patio central hasta llegar a un pequeño sendero que estaba lleno de flores, milpa y animales de casa que seguramente salieron a saludarnos, o eso quiero pensar.
Frente a nosotras había un pequeño cuarto de donde la señora Lucrecia sacó un petate1, y bajo la sombra de un árbol de higos, lo acomodamos, nos quitamos los zapatos y ahí nos sentamos para empezar a bordar.
Entre sus manos tenía una pequeña bolsa de plástico, de donde sacó una revista, unas tijeras y unos trozos de cuadrillé2
, para enseñarnos lo que en esos días estaba bordando. Tenía las piezas para formar una blusa, eran dos lienzos largos que correspondían al pecho y la espalda, otros dos pequeños que correspondían a los hombros y unos medianos que eran los que formarían las mangas de la blusa.
Con esto, es importante señalar que las mujeres de esta comunidad producen su propia vestimenta y además de bordar, tejen en telar de cintura sus fajas, enredos y quechquémitl3
Muy amablemente nos preguntó: “¿qué quieren aprender a bordar?”, y sin pensarlo tanto le respondimos “lo más fácil, por favor”; con eso le robamos una gran sonrisa del rostro y las tres comenzamos a reír. Entonces, de la revista nos mostró los patrones de plantas y flores, que son los más comunes de la región y de los más fáciles para aprender a bordar.
“La forma más fácil de enseñarles a bordar es que yo lo haga primero y después lo sigan haciendo ustedes”, dijo. Entonces, sacamos nuestro material, cortamos unas tiras de cuadrillé y ella comenzó a bordar. Mientras ella iniciaba las puntadas, nos contó cómo había aprendido a bordar. A ella nunca nadie la enseñó a bordar, pero en su familia, su mamá y sus hermanas bordaban, así que con solo verlo lo pudo aprender. Al principio no era fácil, nos decía, pero una vez que aprendes a contar (y nos indicaba los detalles del cuadrillé con las manos) puedes hacer muchas figuras”.
Estábamos sentadas junto a ella para poder observar cada puntada que hacía y la facilidad que tenía. Y así pasamos las siguientes tres horas, con la tranquilidad del ambiente, con el armonioso tono de su voz al explicarnos y de fondo una melodía formada entre el viento, los sonidos de los animales y los cuetes4, que se escuchaban a lo lejos por la celebración de la natividad de la Virgen María.
Cada instante junto a la señora Lucrecia, fue de enseñanza y muy orgullosa se sintió al ver que aprendimos su bordado con tan poco tiempo. “Pueden usar la tira para hacer decorar un sombrero”, nos dijo.
El tiempo de partir llegó, y nos mencionó que podíamos regresar en cualquier momento. La promesa fue que cuando regresáramos sería con el bordado terminado.
Así que, en estos momentos, entre traslados y trabajo, mostrando su arte fuera de México, tomo mi trozo de cuadrillé y desde la primera puntada y contando esta misma historia frente a nuestros paisanos, puedo regresar a ese momento junto a la señora Lucrecia y a esa tranquilidad y dicha que ese día el pueblo de Santa Ana Tzcuala me brindó.

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