Por Arturo Hernández Cordero

Desde la designación de Qatar como sede de la Copa del Mundo 2022 hace doce años, la polémica ha rodeado al torneo que hoy se juega en tierras árabes. El hecho de que tal responsabilidad fuese conferida a un país con apenas la mitad de la extensión territorial del Estado de Hidalgo y sin tradición futbolística alguna, anunciaba lo que a la postre se confirmaría: los dirigentes de la FIFA habían aceptado cuantiosos sobornos para tomar dicha decisión.
En un intento por lograr proyección internacional, el pequeño y opulento Qatar se dispuso a organizar el Mundial 2022 e inició la construcción de la infraestructura necesaria para albergar el torneo.
Para ello, el gobierno qatarí se valió de la explotación laboral hacia los obreros que participaron en la construcción de los estadios y demás infraestructura (la mayoría de ellos, inmigrantes del subcontinente Indio).
Además, las autoridades qataríes han recurrido a la censura de cualquier medio internacional, que denuncie las irregularidades en el evento y cuestiones como la prohibición del alcohol, los castigos públicos y el trato machista hacia las mujeres, han escandalizado a los asistentes del Mundial.
Todos estos hechos evidencian una realidad que el globalismo se ha empecinado en negar: la incompatibilidad de las culturas islámicas con respecto a occidente. El choque cultural ha resultado abrupto, y mientras que para los qataríes todas las irregularidades presentes en la Copa del Mundo son cotidianidades justificadas por la Sharía, para Occidente son atropellos en contra de los derechos humanos y las libertades individuales.
La realización de la Copa del Mundo en un país musulmán y pequeño ha sido un error geopolítico garrafal, que no hará más que acentuar la animadversión cultural histórica entre oriente y occidente.
En términos deportivos, su realización en noviembre por motivos climáticos ha supuesto un enorme desgaste físico para los futbolistas (algunas de las mayores figuras del Fútbol Mundial se han perdido el evento por esto mismo), no obstante, ha sido un negocio redituable para los ex directivos de la FIFA (la mayoría de los cuales ya han sido procesados por corrupción) y la elite qatarí

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