El que todavía en pleno siglo XXI, nos sigamos encontrando a niñas y niños vendiendo dulces, limpiando parabrisas, haciendo malabares en los semáforos, boleando zapatos en los tianguis y mercados, o trabajando en actividades agrícolas o en el pastoreo del ganado, para ayudar a sus padres porque viven en condiciones de pobreza, o que lo hacen obligados por sus familias, necesariamente nos debe llevar a reflexionar sobre cómo impacta este fenómeno en la falta de movilidad social.
México es el segundo país de América Latina, con mayor prevalencia de trabajo infantil. Un total de 2 millones de niños, niñas y adolescentes, trabajan, lo que equivale a un 7.5% de la población infantil del país que ponen en riesgo su salud, seguridad o moralidad, y que les roban una parte importante de su infancia y no reciben remuneración justa por su trabajo mientras que una tercera parte de ellos no asisten a la escuela.
Estas cifras son las historias de las niñas que abandonan a sus familias, tras la promesa de una vida mejor y que trabajan como cargadores, ayudantes o vendedores ambulantes. Historias de quienes dejan de estudiar, sufren deformaciones o dejan de crecer por las duras condiciones en las que viven diariamente y que por la falta de información, o el abuso están en riesgo de acelerar el inicio de su vida sexual o el consumo de drogas.
Desafortunadamente el trabajo infantil es una “estrategia de sobrevivencia” de millones de familias frente a la precarización económica. Una niña o un niño que nace en una localidad urbana, con determinado tono de piel y con una pobreza del hogar de origen, tiene más posibilidades que quien no nace con estas desventajas.
Por tanto, es fundamental que la determinación de políticas públicas para erradicar el trabajo infantil, así como la definición de estrategias de detección, protocolos de intervención y restitución de derechos.

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