Más de una vez, a lo largo de las últimas semanas, he añorado los viejos tiempos donde manejar por la ciudad de Pachuca, representaba una experiencia placentera. Sépase que no hace mucho la cercanía, fluidez y ritmo tranquilo de la provincia, era la regla en la capital del estado.  

No obstante, ahora ese recuerdo dista mucho de lo que ocurre en las calles saturadas de transporte público, que se tratan de abrir camino con imprudencia, vehículos particulares que brotan por todas partes, intrépidos transeúntes que esquivan obstáculos de todo tipo, en fin.

A lo anterior, hay que sumar una nula planeación urbana, carencia de cultura vial, baches, topes, calles estrechas por la vorágine del comercio y las actuales composturas, que tienen asfixiada la movilidad pachuqueña.

Este coctel de circunstancias se suma a la temporada navideña, donde la vida social se estimula con compras, encuentros, vida nocturna y fiestas que se prolongan hasta altas horas de la noche, lo que conlleva movilidad permanente.

De tal manera, que salir con todas estas vicisitudes hacen de los traslados viales, verdaderas aventuras que reclaman altas dosis de paciencia, tiempo y serenidad.

Hay mucho por hacer sobre lo que se ha comentado. Pero la mayoría de ellas reclama esfuerzos de largo plazo y sacrificios que muy pocos están dispuestos a realizar. ¿Qué ocurre en otras ciudades similares? La respuesta es simple, privilegia el transporte público y medios alternos de movilidad, que permitan mayor fluidez en las zonas metropolitanas.

Pero el punto es que las quejas contra los transportistas no se hacen esperar. Se dice que ese servicio es deficiente, con unidades viejas, choferes no capacitados y un riesgo permanente por cumplir cuotas que los hacen manejar más rápido de lo debido.

Los concesionarios dicen que las tarifas son muy económicas, lo cual impide mejorar su servicio, que pagan muchos impuestos (seguro, mantenimiento, refrendos, verificaciones, por citar algunos) y que apenas sacan lo justo para pagar al chofer y mantener la unidad en buen estado. Ese círculo vicioso no conduce a nada. Y desde hace años, hay aumentos menores a la tarifa y quejas permanentes por el mal servicio.

Mientras tanto, las autoridades en condiciones poco propicias, han tenido a bien encarpetar calles y avenidas principales, para hacerle frente al deplorable estado de las vialidades. Eso se celebra. Pero esa buena intención no se hizo acompañar de algún criterio sensato, para permitir el tránsito mientras se reparan esas calles.

Por el contrario, parece que de un día para el otro, la consigna fue pavimentar por todos lados al mismo tiempo generando una desesperación permanente. Nadie apuesta a lo contrario, que se hagan las mejoras que hacen falta, pero no hubiera estado de más algo de planeación al respecto.

Y quizá también falta compromiso cívico. Porque todos tenemos muy buenas razones para seguir ocupando el vehículo y no hacer la transición al servicio público. Mientras esas cosas no cambien, seguiremos siendo una ciudad caótica como muchas más provincias medianas en México que tienden a crecer por diversas circunstancias.

Ojalá podamos regresar por un instante (aunque sea como una especie de despertar de una pesadilla), a aquellos tiempos provinciales donde reinaba la cortesía y las buenas prácticas al conducir.  

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