Conocí a Jorge Martínez López en el ámbito laboral, hace muy poco tiempo. Sabía de él por la actividad que desempeñó durante tres décadas: el periodismo. Pero mi trato personal, solo se dio en la administración pública. Cuestión que lo ocupó el último tramo de su vida.

Jorge tuvo un prestigio bien ganado en su profesión primaria. Ejerció el oficio de la pluma, como se debe de hacer: sin reservas, sin mesura, dejando todo en las letras que señalaban la injusticia, los excesos del poder, las incongruencias de la clase política.

Esa mirada pronto lo situó en el centro del círculo rojo. Sus entregas eran agudas y sus lectores encontrarían ahí, los elementos escasos del periodismo local. Aquello ocurrió en los tiempos donde era muy cómodo pasar por aplaudidor del estatus quo y muy arriesgado portar una pluma disidente.  

Del Jorge periodista sabemos mucho y sus colaboraciones en distintos diarios está a la mano. Ese legado estará presente por su constancia y firmeza. Pero se sabe poco del Jorge funcionario de gobierno. Y ahí es donde tuve la fortuna de coincidir.

Tengo la impresión que el tránsito del periodista independiente al coordinador de comunicación social de un gobierno, no es cosa sencilla. Es decir, de soltar la pluma a tratar de llevar una estrategia de información, difusión y contención gubernamental, hay mucha brecha.

Pero aun así el buen Jorge decidió pasar por esa metamorfosis. Y nuevamente lo hizo a su manera, con toda la pasión que amerita ese encargo. Ya embestido como funcionario público, era frecuente verlo en los merenderos donde charlaba con sus colegas, compartía el quehacer político del día y compartía su experiencia.

Una vez concluidas esas tertulias tan necesarias para conocer la escucha social, ingresaba a su oficina para verificar los pendientes administrativos. Ahí, para ser sincero, no se le veía tan cómodo. Había una fuerza oculta, que lo quería regresar al diálogo profundo de la política, pero la talacha burocrática también exige tiempo.

Lo recuerdo en las largas reuniones donde estaba atento a los comentarios, pero ausente del detalle donde plasmar su firma o como tenía que elaborar un oficio. Lo suyo no radicaba en los vericuetos administrativos, sino en el análisis.

No obstante, en el pasillo siempre tuvo una buena cara. Su rostro no alcanzó a hacerse adusto como el de aquellos que llevan años haciendo lo que no les gusta. Por el contrario, su nueva faceta lo tenía contento. No era raro verlo animado por la carga de la vida pública, donde es común llevar la camisa manchada de comida, alimentarse a destiempo, su retraso de una reunión porque venía de una más, que se inició después de lo acordado, en fin.

Mi recuerdo de Jorge cabe, en una palabra: mesurado. Un tipo que vio con prudencia los muchos cambios en la vida y que prefirió la reflexión profunda, el testimonio escrito, la sonrisa a flor de piel que otras indumentarias, que en el mundo político son tan frecuentes como la hipocresía y la apariencia. Ese Jorge se queda conmigo, como un compañero de trabajo que será difícil olvidar.

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