El día de ayer el que escribe estas líneas, tuvo que viajar a la CDMX. Con el tiempo medido emprendí el camino miles de veces recorrido, que hasta hace unos años representaba una oportunidad para ver llanos y pastizales.

Ahora, sin embargo, el caos es el común denominador de esa que se convirtió en una travesía. La carretera se encuentra en un proceso de ampliación por el aeropuerto Felipe Ángeles, proyecto insignia del actual gobierno federal.

Y como dicho proyecto tiene una fecha de entrega establecida, el trabajo nunca se detiene. Incluso en la madrugada hay que pasar un buen rato parado porque las máquinas y los trabajadores se mueven a ritmos acelerados, cruzan la vialidad, hacen maniobras, modifican el sentido de la circulación, en fin.  

Pero aquello es parte de una obra de tales dimensiones, que inclusive el más desesperado (como es mi caso) está dispuesto a ponderar lo más por lo menos. En el interior del vehículo se abre el debate sobre lo que representa la molestia actual contra el beneficio permanente que dejará esa magna obra.

Por supuesto que gana el buen juicio. La nueva estación aérea amerita estas vías de comunicación y vale la pena ser tolerante, porque además, en el fondo, se asoma la idea de que los impuestos se están utilizando para generar nueva infraestructura.

Pero al concluir aquello que parece un videojuego de obstáculos en dónde hay que encontrar caminos alternos y salidas de emergencia, viene otra realidad que nada tiene que ver con un mundo alterno.

Se trata de algo que se ha convertido a fuerza de repetición en un evento desafortunado pero cotidiano. A unas personas se les ocurrió bloquear la carretera. Sin reparo aparente, algunos consideran que sus asuntos son mucho más importantes, que los propios y entonces hacen suya la carretera para convertirla en una arena política.

La información no tardó mucho. En un medio se podía leer: “Trabajadores sindicalizados del ayuntamiento de Ecatepec, denuncian falta de pago de prestaciones, despidos injustificados y acoso laboral por parte del alcalde reelecto Fernando Vilchis”.

Acto seguido la cabeza estalla y se manifiesta a través de un reclamo justificado: ¡y yo que diablos tengo que ver en eso! ¡Ya utilizaron los canales legales para hacer las denuncias! ¡Serán trabajadores o más bien carne de cañón de un adversario político!

No hay respuestas rápidas a tales cuestionamientos, pero si una situación inadmisible. El recorrido de una hora y media se ha convertido en una pesadilla de tres horas. El doble de lo programado en un día “normal”.

Y entonces viene el otro verdugo, uno que vive a flor de piel en cada conductor que ahora busca huir en el menor tiempo posible. El sentido común se aleja. La selva urbana cobra vida. Los camiones asumen el mando, los tráileres no se quedan atrás, los microbuses desafían a todos, los autos particulares tenemos que ceder ante la emboscada. El pez gordo se come al chico. En su afán de mostrar músculo, ni unos ni otros podemos salir de ese atolladero. Pasa más tiempo y todos los sentidos se agotan. Adiós a la resistencia. Hay que ceder, dar el paso, ignorar al que maldice, perder la batalla.

De pronto alguien levanta la espada, da ánimos, invita a la rebeldía. Hay un camino alterno. Un pequeño resquicio por donde los vehículos (solo los pequeños) pueden mantener el equilibrio y librar la muralla.

Hemos vencido. Los que vamos al frente nos sentimos más intrépidos que los que se quedaron atrás. Tenemos ganas de reír, de festejar nuestra hazaña, pero aquí todo es incierto y la felicidad efímera. Más adelante, un nuevo embotellamiento. Momento de ver el reloj para darse cuenta que han pasado cuatro horas. No hay nada que celebrar.

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