Hace unos días, México ganó un certamen de belleza; y a partir de ese día no cesan las reacciones por el resultado de ese concurso. Todo inició en el año 1920, cuando el dueño del hotel Monticello, en Atlantic City en Estados Unidos, reunió un grupo de empresarios para venderles una idea. ¿Qué tal si hacemos un concurso, en el que 350 muchachas compiten por un premio? Eso atraería más turismo a la ciudad y aumentaría las ventas de sus negocios.

A los dueños de los periódicos también les gustó la idea y entre todos, empresarios y dueños de periódicos, acordaron que todos los años realizarían un concurso donde a la ganadora (que sería juzgada por hombres) le entregarían una cantidad de dinero y la coronarían Miss América.

La estrategia comercial del concurso tuvo sus recompensas, justo cuando las mujeres empezaban a afianzar su presencia como actores políticos en la sociedad. Hay que recordar que ese mismo año (1920), las mujeres consiguieron el derecho al voto en EEUU. Por cierto, en México ese derecho se reconoció hasta 1954.

Hoy el contexto social es diametralmente opuesto, porque ahora la mujer ejerce nuevos roles. Habrá quien se sienta cómodo con la idea de coronar a una reina de belleza. Pero lo cierto es que se trata sólo de un título con matiz estrictamente comercial.

Habría que ir pensando en un reconocimiento distinto. Un movimiento para empoderar a las mujeres jóvenes de todo el mundo para que logren sus sueños. Para darles voz y convertirlas en agentes de cambio.

Hay varios movimientos políticos articulados, donde las mujeres son auténticos agentes de transformación. Sin embargo, muchas de aquellas mujeres nunca pondrían concursar sobre la base de la belleza externa y peor aún, son unas rebeldes y no tienen el más mínimo interés en exhibirse como modelo en traje de baño a ningún jurado. Sólo les interesa desmantelar el patriarcado y acabar con la violencia machista, ideales no muy fotogénicos.

En suma, a medida que las mujeres ganan más derechos sociales y políticos, más delgada se vuelve la estética idealizada que vende el patriarcado. Porque lo que necesitamos como sociedad es que las mujeres ocupen más espacios en las universidades, en la política y en el mercado laboral.

Para justificarse, los concursos de belleza buscan excusas ilusas. Nos dicen que son un programa de becas, que lo que se examina es “el porte” y el dominio en escena, que las concursantes promocionan sus estados y la identidad nacional de su país, todo menos admitir lo obvio: que es un espectáculo que sirve para poner a la mujer en una posición subordinada, en una sociedad machista que disfruta cosificándolas.

Por tanto, hay que reconocer que en el país existe un prototipo de belleza que se reconoce en el extranjero. Pero sobre, hay que tener claro que la mejor forma de logar la convivencia justa y armónica se basa en romper patrones vacuos de belleza física.

Hace unos años un anuncio de Miss Universo 2017 ponía fotografías estilizadas de las concursantes al compás de música tecno con las palabras “poderosa, dinámica, audaz, valiente, decisiva, inspiradora y positiva” sin ningún contexto ni explicación. ¿Qué tienen que ver esos conceptos con el concurso de traje de baño?

Las mujeres mexicanas necesitan algo más que un reconocimiento a sus virtudes físicas. Necesitan seguridad e integridad sobre su persona. Cuestión que por desgracia está lejos de ser una realidad.

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