Nadie puede decirse sorprendido por la crisis política en Estados Unidos. A lo largo de los últimos meses, el presidente Trump había mandado reiteradas señales que no dejaría el camino libre para una transición tersa.

Por el contrario, el todavía presidente avivó el fantasma del fraude electoral incluso antes de las elecciones, cuando era claro que las tendencias no le favorecían. Por tanto, los brotes de violencia e incluso de asalto al Capitolio, son una consecuencia de aquella conducta poco institucional.

Sin embrago, muy pocos pudieron predecir la dimensión que alcanzarían los hechos recientes donde una turba de personas decidieron tomar las instalaciones del Senado norteamericano, con el afán de boicotear la sesión donde se ratificaría el triunfo del demócrata Baiden.

El hecho en sí mismo sorprende pero, como se dijo al principio, es parte de una construcción que se viene generando en Estados Unidos desde hace años. Lo que vimos no solo representa el agotamiento de los modelos tradicionales de la democracia representativa, sino que pone de manifiesto la emergencia de nuevos grupos que no encuentran cabida en la actual modelo social.

Se trata de un sector que se siente cómodo con la figura de Trump pero que sobrepasa la cuestión electoral que en apariencia los motiva. Estas personas que tomaron por asalto una de las instituciones claves de todo sistema democrático, tienen por objeto remembrar los obscuros años de segregación, racismo, xenofobia, discriminación, extremismo religioso, entre otros.

Estamos, por tanto, en la antesala de un desgaste del modelo occidental de representación. Las viejas fobias vuelven a florecer porque el ambiente social es propicio ante el cúmulo de desgracias acumuladas.

En esta lista de desavenencias hay que apuntar la crisis del capitalismo, la mortal pandemia derivada del covid-19, la histeria social por el aislamiento, las redes sociales como catalizadores del descontento, entre otros.

Y por supuesto, sumar una figura disruptiva como Trump en el centro como digno representante del populismo de derecha. Estos elementos son dinamita social. A lo anterior no le hacía falta más que un llamado irresponsable a “romper todo” y “poner por delante la valentía para salvar al país”.

La afrenta está hecha. Ya nadie podrá olvidar el delgado hilo que sostiene la institucionalidad de América donde todo se desdibujó por la idea inventada de volver hacer grande el país que tenía desde hace los pies de barro.   

La lección de todo esto no descansa solamente en las personas o en las instituciones. Lo que está en entredicho son los modelos de convivencia social. En la base siguen vigentes los viejos fantasmas que quieren cobrar cuentas pendientes. 

Por eso debemos de aprender que toda acción tiene una reacción. El hecho de robar elecciones, de construir realidades paralelas, de explotar el mercado, de tratar de manipular a los medios de comunicación, utilizar los rencores sociales como carne de cañón, en fin. Todo eso tendrá una consecuencia.

Lo ocurrido en Estados Unidos nos demuestra que los modelos políticos deben ser reconfigurados. El agotamiento es claro. Quizá sea momento de otro pacto social donde empecemos de nuevo. Sanando las viejas heridas para construir los puentes que permitan conectar a la sociedad del siglo XXI.

@2010_enrique       

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